En 1964 el siempre magnífico Burt Lancaster controló de manera férrea -nunca mejor dicho- la producción de una historia bélica en la que se debate el conflicto moral entre el amor a la vida y el amor hacia los objetos, por muy valiosos que estos sean desde un punto de vista cultural o pecuniario. La biofilia y la necrofilia representadas en dos personajes antagónicos.
En agosto de 1944, mientras la burocracia nazi quema documentos comprometedores antes de retirarse de Francia, el coronel Von Waldheim (Paul Scofield), un culto pero inhumano oficial, amante de la belleza artística y al que sin embargo no le preocupan nada las vidas humanas, ni siquiera las de sus propios hombres, tiene la obsesión por robar las mejores obras de arte del patrimonio francés y evacuarlas en un tren a Alemania antes de que los aliados reconquisten París. Paul Labiche (Lancaster), un humilde controlador ferroviario amante de la libertad, miembro de la Resistencia y profundamente amargado por tanto sufrimiento humano tras cuatro terribles años de ocupación nazi, se ve impulsado a sabotear una y otra vez el trayecto para proteger un cargamento de cuadros que a él, a nivel personal, le importan una mierda en comparación con las vidas humanas.
La historia fue sólidamente filmada por John Frankenheimer -un director cuyas obras siempre tratan de hombres sometidos a presiones psicológicas extremas- e interpretada con sudor, manchas de hollín y emocionante realismo por un gran plantel de actores en estado de gracia. Por ejemplo, Michel Simon es el viejo maquinista sin cobardía ante la muerte al que no le importa escupir a los nazis con tal de sentirse héroe por una vez en su existencia, mientras que Jeanne Moreau es la huraña pero amorosa dueña de un motel, que salva la vida al ferroviario cuando éste necesita refugio y ayuda. Aunque tal vez el actor más importante no sea humano: El TREN y en especial los peculiares sonidos que emite, contribuyen a dotar a la historia de una intensidad dramática inolvidable. El Museo de la Luna