Los niños dan vueltas sobre sí mismos para sentirse mareados. Orson Welles era un niño grande y como director de cine experimentaba con el mareo lúdico. Othello es un ejemplo muy claro. O muy claroscuro, mejor dicho. Se estrenó en 1952, pero había tardado más de tres años en filmar porque se le acababa el dinero y tenía que actuar en proyectos ajenos para financiarse. (Gracias a ello aceptó intervenir en El Tercer Hombre: Unos pocos días de trabajo en Viena a cambio de una suculenta suma, que no tardaría en derrochar al volver a Italia.) Contrató a Micheàl MacLiammóir para el papel de Yago porque pretendía dar a entender que el odio traicionero del servidor se debía a envidia sexual (impotencia de un viejo segundón frente al esplendor juvenil de su jefe, vigoroso africano recién casado con una doncella blanca.) Se considera en el gremio teatral que el auténtico protagonista de Othello no es el crédulo y celoso general negro, sino su ruin y destructivo alférez. De hecho en el teatro de Shakespeare solamente Hamlet y Ricardo III le adelantan en líneas de diálogo. Sin embargo en esta ocasión fue el director -el propio Welles- quien eclipsó en la sala de montaje a los actores en otro más de sus barrocos tributos al locuaz genio de Stratford. Los planos se van sucediendo desde toda clase de ángulos en vertiginosa lección de cinematografía, sensibilidad visual y estética expresionista, al servicio del espíritu del texto. El Museo de la Luna